Como cada día me he levantado pronto y
he corrido por toda la ciudad para estar en mi trabajo a la hora.
Una vez allí, he pasado todo el día
delante de mi ordenador. Definitivamente, eso es mejor que levantar
la vista y ver los rostros deformes de mis compañeros.
A la hora de la comida desenvolví mi
bocadillo y me lo comí en el portal del edificio que está justo
enfrente de la oficina, porque la lluvia se apoderaba de todo con esa
impaciencia que a veces demuestra la naturaleza.
Al regresar de mi hora de descanso, mi
jefe me ha ordenado que le redactara una carta para una de nuestras
sucursales de provincia.
No me gusta la cara de superioridad y
despotismo que se le dibuja mientras despliega sus mandatos. Siempre
acompañados de ese insufrible “Señorita Díaz”.
Tenía tanto trabajo acumulado que salí
dos horas más tarde.
No me gusta terminar tarde en invierno,
anochece muy pronto y tengo que caminar casi a oscuras por las calles
desiertas del barrio periférico en el que vivo. Además hoy, las
calles estaban todavía mojadas y me he manchado de barro los
zapatos.
Mientras caminaba, oía el eco sordo de
mis tacones rebotando en los fríos edificios.
Sin saber porqué, de pronto, sentí
una amenaza indescriptible. Sin que nada se hubiera alterado a mí
alrededor, un escalofrío surcó mi espina dorsal como aviso de que
algo espantoso me acechaba. Los nervios se apoderaron enseguida de
mí, atenazándome los músculos. Casi sin darme cuenta comencé a
acelerar el paso aumentando así el estrépito de mis pisadas que se
clavaban en los charcos dejando ondas que deformaban los reflejos
amarillentos de las farolas. Reflejos deformes como seres habitando
un terreno inhóspito.
Un ruido, que provenía de entre los
árboles sin hojas de la vereda me hizo saltar el corazón. Dirigí
mi mirada hacia allá con horror para comprobar, que se trataba de
unos pájaros disputándose las migajas abandonadas por algún
viandante. Eso, lejos de apaciguar mi ánimo, logró turbar todavía
más mí ya alterado estado. Nunca pude superar la maldita imagen de
la película de Hitchcock.
El peligro me acechaba por todas
partes, en cada vuelta del camino. Parecía que nunca fuera a llegar
a casa. Caminaba con pasos desiguales por las grises aceras en las
que los árboles plasmaban sus tétricas sombras de fantasmas
urbanos. Miles de brazos y manos, que aparentaban querer asirme eran
movidos por el viento. Eolo dictando inconfesables amenazas en su
afligido sortilegio.
Debo reconocer que ya casi corría,
atravesando calles y callejuelas desiertas.
De pronto, al introducirme en el parque
que me llevaba a casa, me encontré con los ojos escrutadores de un
ser oscuro, salido de las profundidades de los subterráneos.
Una figura inmunda que trataba de
incorporarse con el fin de atacarme sin contemplaciones. Sus harapos
delataban el estado de extrema descomposición en la que se hallaba
su alma.
Con un movimiento sorprendentemente
rápido se había colocado justo delante de mí, impidiéndome así
el paso.
Agarré mi bolso con la intención de
golpearlo, siguiendo una de las técnicas aprendida en mi curso de
defensa personal para mujeres solas.
Finalmente no fue necesario, sin saber
cómo, había logrado superarlo y sólo acerté a escuchar algunas
palabras inconexas que salían de su viciosa boca. Ruidos guturales
como de otro mundo.
Al salir del parque recorrí, ya
corriendo, los más de veinte metros que restaban para llegar a mi
portal. A duras penas logré encontrar las llaves, perdidas en el
fondo de mi bolso. Tomé la adecuada y con manos temblorosas ensayé
varias veces introducirla en la cerradura.
Cuando por fin lo conseguí, ésta
cedió con un murmullo quejumbroso.
Justo cuando daba el último paso hacia
mi salvación, pude sentir un frío extremo que me golpeaba la nuca.
No quise mirar atrás. Sabía que no podía permitirme aquel gesto de
reconocimiento estando tan cerca de mi objetivo.
Por fin escuché el sonido metálico de
la puerta al cerrarse detrás de mí. Estaba a salvo.
Ascendí los cuatro pisos hasta mi
apartamento sin encontrarme completamente repuesta del susto todavía.
La casa me esperaba silenciosa. Me
quité los zapatos para no llenarlo todo de barro. Corrí a
prepararme un té caliente. Sabía que era inútil revisar el correo.
No habría más que aburridas facturas por pagar. Bebí mi té
mientras leía la última novela de Mary Higgins Clarck.
Después me acosté en mi cama fría y
áspera. Como cada día.
FIN
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